Anoche salí de mi casa a las 7:30 p.m. Al minuto de haber salido escuché un ruido extraño en la parte trasera del carro, pero pensé que se trataba de una lodera que golpeaba la llanta. Como iba cuesta arriba decidí seguir adelante hasta encontrar una superficie plana.
Llegué a la superficie plana, pero estaba en una curva, así que tuve que avanzar unos metros más hasta llegar a una recta. Cuando me detuve y examiné el carro, encontré que una de las llantas traseras estaba desinflada. No me di cuenta en qué momento se había ponchado. A lo mejor ya estaba así desde que salí de la casa.
Ni modo, había que cambiarla. Saqué el triángulo de seguridad y lo coloqué unos metros detrás del carro. Cuando saqué el repuesto -una "dona", es decir, una llanta que parece de juguete y que sólo sirve para llegar al taller- y las herramientas, me di cuenta que el lugar donde me había estacionado era un tanto peligroso: no había un alma en las cercanías y el tráfico era esporádico.
Había un problema adicional: cerca de ahí había una pila de basura que apestaba. Creí que por primera vez cambiaba una llanta de noche, pero recordé que hace unos años me tocó socorrer a una persona que sufrió el mismo percance... y que no llevaba herramientas.
La soledad del lugar me había puesto nervioso. A cada momento observaba la calle para prevenir alguna sorpresa. Por eso tardé más tiempo del acostumbrado para quitar la llanta dañada. Pero la "dona" tiene la ventaja que se instala en un santiamén. Una vez colocada ya casi estás de salida.
Puede que estuviera paranoico, pero no me tranquilicé hasta que entré de nuevo al carro y encendí el motor. Ya había llamado a los amigos que iba a visitar para comentarles que llegaría más tarde de lo previsto. Hasta en un acto trivial como es el cambio de una llanta se nota cuánto nos afecta el clima de inseguridad en que vivimos.
20.2.08
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