18.4.14

Gabriel García Márquez (1927 - 2014)

Cuando estaba en el último año de bachillerato, el maestro de literatura dejó de tarea leer Cien años de soledad y nos dio un mes. Pasado el plazo, el profesor quiso saber quiénes habían terminado la tarea. Mientras yo levantaba la mano vi la cara de molestia del maestro. Volví a ver atrás y me di cuenta que era el único que tenía la mano levantada. Luego descubrí que muchos ni siquiera habían tocado el libro.

Algunos días después mis compañeros me pidieron que hiciera el árbol genealógico de la familia Buendía. Lo hice de memoria para asombro de mis condiscípulos, pero más asombrado estaba yo porque ellos no lo tenían claro. ¿Por qué no habían disfrutado la lectura como yo?  ¿Por qué no sentían que el libro les había cambiado la vida? No podía comprenderlo. Al final del año comprendí que la lectura era para la mayoría una carga, una tarea pesada de la que nunca obtendrían placer.

Ahora que Gabriel García Márquez ha muerto, he recordado esta anécdota porque, aunque su fallecimiento ha causado gran repercusión en los medios internacionales, me pregunto cuántos de los periodistas que cubrieron o reprodujeron la noticia en realidad leyeron alguno de sus libros. Millones de latinoamericanos no lo han leído, ya sea por falta de recursos o de interés. Y eso que se trata, según la opinión general, del escritor de habla hispana más popular del siglo XX.

Tengo muchas anécdotas con los libros de García Márquez, y en esta ocasión quiero compartir una de ellas: cuando terminé de leer Cien años de soledad estaba en casa. Leí las últimas líneas con angustia. Al descubrir el desenlace de la dinastía de los Buendía me quedé callado. No pude hablar durante varios minutos. Mi hermano me hizo una pregunta y yo contesté con un movimiento de cabeza. No quería romper el hechizo, la complicidad que se había establecido entre el autor y yo durante unos días. Fue la misma sensación que tuve años después cuando leí, asombrado, Crónica de una muerte anunciada.