Hay fobias extrañas, provocadas por distintos factores, que atosigan a la gente a lo largo de su vida. Una muy peculiar es la triscaidecafobia, el miedo al número trece. Se dice que ningún hotel tiene piso trece. En los que he tenido la oportunidad de entrar, y que pasan de ese tamaño, he confirmado que los elevadores se saltan del número doce al catorce.
Durante algún tiempo padecí de acrofobia, el miedo a las alturas. Tal y como dice en un artículo de Wikipedia, la terapia de habituación es la más recomendable ante este tipo de temores. Yo me acostumbré a las alturas gracias a las visitas que hice al teleférico de San Jacinto, pues las góndolas colgaban a unos doscientos metros en buena parte del trayecto. Además, me hice aficionado al montañismo, que aún practico.
Ayer, por cierto, recordé un temor muy arraigado en mi infancia, y que por la reacción que tuve no creo haber superado del todo: el miedo a los sordomudos. Fui en una carrerita al supermercado, y delante de mí descubrí a dos personas que se comunicaban por señas. Nada de voz, más que unos quejidos incomprensibles. De inmediato me transporté a mis cinco o seis años, al pánico que me provocaban un par de estas personas que vivían cerca de mi casa.
Creo que este miedo radica en el ímpetu de los movimientos de los sordomudos, en que suelen emitir quejidos extraños a mis oídos, y en el temor a lo desconocido, a lo particular del encuentro. El lenguaje de señas, en mi subconsciente, debe confundirse con una amenaza de agresión. Por supuesto, es una respuesta irracional. Pero, ¿desde cuándo el subconsciente es lógico?
21.9.05
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario