Con la nota de ayer creo que ha quedado claro que soy un admirador de Marguerite Yourcenar. No sé si me habría caído simpática en persona, porque tenía su carácter. Sucede en muchas ocasiones que es mejor conocer a un artista a través de su obra, porque al tener la oportunidad de relacionarnos con ellos nos llevamos una gran desilusión.
Imagino el caso de Miguel Ángel, caminando por Roma con las ropas sucias, ajadas, con el rostro fruncido por la ira, en ruta a la Plaza de San Pedro. Marguerite Yourcenar fue una persona que tuvo pocos amigos, que nunca estuvo conforme con las adaptaciones teatrales o cinematográficas de sus obras, y que emprendió varios pleitos judiciales en contra de las editoriales con las que trabajó. Desde muy joven rompió con su familia, y se llevó grandes disgustos al ver el comportamiento de algunos de sus parientes en la recepción que la familia real belga ofreció cuando la escritora fue aceptada en la academia francesa de ese país. Antes de ese día era "una mujer estrafalaria, una libertina". Luego del reconocimiento, por el contrario, se convirtió en una página brillante que era exhibida en los libros de oro.
Creo que es necesario comprender que los grandes artistas son tan humanos como nosotros, con sus respectivas cualidades y defectos. Nuestra costumbre a encumbrarlos en pedestales nos lleva a creer que son perfectos. Nada más lejos de la realidad. También comen, duermen, maldicen y se enferman, como todo el mundo. La diferencia es que han dejado obras por las que los recordamos. Una escultura, un libro, un cuadro. Sus artes nos hablan a través de los siglos, dejando un poco de lado a las personas que los trajeron a la vida.
13.9.05
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