13.1.06

13 de enero de 2001. 11:35 a.m.

Había buscado durante media hora esa librería de viejo que un amigo poeta me recomendó, ubicada en el centro de San Salvador. No puse la suficiente atención cuando me explicaron el rumbo. Dejé mi carro cerca de una conocida fábrica de dulces y caminé por varias cuadras, preguntando por el lugar que buscaba. Nadie parecía conocerlo.

Cuando estaba a punto de rendirme la encontré. De haber sido más cuidadoso al escuchar las indicaciones la habría hallado sin demora. Entré y me dediqué a buscar por las mesas y estantes. No deseaba un título en especial, sino que estaba a la caza de cualquier joya que pudiera descubrir.

Tenía en mis manos un título de Manlio Argueta y uno de Álvaro Menén Desleal cuando, con la sorpresa de siempre, la tierra comenzó a temblar. Miré hacia los estantes que me rodeaban. Los libros comenzaron a caerme en la cabeza. Tuve miedo de quedar aplastado. El local es parecido a un túnel, largo y oscuro. Corrí hacia la puerta, pero me quedé en el umbral. No me atreví a bajar a la acera.

Una señora estaba cerca de mí. Con su cuerpo protegía a su hija, que estaba pegada a la pared con el miedo metido en el alma. El dueño de la librería no salió. Estaba de lo más tranquilo en el fondo del local. Su mercancía tapizaba el suelo. Algunos títulos habían caído fuera del negocio y se apiñaban en la acera. El tráfico se detuvo. Apenas había un microbús varado a mitad de la calle. Su conductor no se atrevía a moverse. Eran las 11:35 a.m.

Casi un minuto después, según calculé, la tierra se calmó. Vi a la señora junto a mí y le dije: "¡qué temblor tan fuerte!". El dueño del local se jactaba de no haberse asustado. Lo ayudé a recoger los libros que habían caído fuera del negocio. Le pedí que me cobrara los dos que llevaba y pidió quince colones. No quería que le pagara con dólares, porque dijo que ésa no era su moneda. Así fue que me despedí de los últimos colones que tenía.

Caminé en busca de mi carro, y en el trayecto observé a toda la gente que había salido de los edificios. Apenas había vidrios quebrados y unas macetas caídas. Pero, cuando llegué a mi vehículo, encontré que una de las casas cercanas tenía una grieta gigantesca en la fachada. En un negocio de comida se habían volteado todos los recipientes, y la dueña se empeñaba en limpiar el desastre con sus empleadas.

Por un momento pensé que era mejor almorzar en el centro y esperar que el previsible congestionamiento de tráfico se despejara. Preferí no hacerlo. Decidí marcharme a mi casa, y no a la de mis padres. Pensé que sería mas fácil llegar y luego podría comunicarme por teléfono.

Tal y como lo había esperado, el congestionamiento fue mayúsculo. En la radio sólo funcionaban un par de emisoras, que lanzaron las primeras noticias para el conocimiento del público. La mayoría de conductores escuchaba la misma emisora que yo. Desde el volante observé el cráter del volcán de San Salvador, y sobre él una gran nube de polvo que se había levantado. Ahí me di cuenta que el movimiento tenía proporciones de terremoto.

Una hora y media después llegué a mi casa. Salvo una lámpara y una puerta de vidrio hechas polvo, en realidad no hubo destrozos. Hablé con mi mamá y me contó que todos estaban bien, que ya había pasado el peor susto. Sólo funcionaba un teléfono en mi calle, y los vecinos se turnaron para llamar a sus familiares. No había energía o agua, y los celulares no tenían señal. Para colmo, mi radio de transistores se había arruinado. No se me ocurrió escuchar alguna emisora en mi carro.

Como a las tres de la tarde me fui al trabajo, para ver si todo se encontraba bien. La oficina quedaba a diez minutos de mi casa. Los vigilantes del edificio no me dejaban pasar, pero llegó el jefe de mantenimiento y me dio permiso, junto a un colega que también se presentó. Ahí el desorden era mayor. Avisamos a la casa matriz en el único teléfono que funcionaba y nos pidieron que dejáramos todo y nos fuéramos a casa.

Los vecinos no se atrevían a entrar a sus casas. Se quedaron en la calle o en sus carros. Yo me quedé platicando con algunos de ellos hasta las seis. En ese momento se restableció la energía. Entré a mi cuarto y encendí la televisión. Fue hasta entonces, siete horas después del sismo principal, que me di cuenta de la tragedia que había ocurrido en el barrio La Colina de Santa Tecla. Más de 500 personas murieron por el alud que bajó de la montaña vecina. Desde la ventana de mi habitación pude ver al día siguiente la fractura en la ladera.

Dormí en mi cama, alterado sólo por las réplicas que se presentaban con inquietante frecuencia. Los periódicos del domingo tenían en su portada la fotografía del derrumbe en Santa Tecla, la ciudad que 150 años atrás fue edificada con el objetivo de trasladar ahí la capital, pues San Salvador es golpeada por un terremoto cada veinte años. El cambio quedó sólo en proyecto, y la naturaleza mostró que no hay sitio seguro cuando se han dejado de lado las mínimas medidas de prevención.

3 comentarios:

Aldebarán dijo...

Cada salvadoreño recuerda dónde estuvo en cada uno de los terremotos que le ha tocado vivir. El de hace cinco años no asustó tanto como el de 1986, pero nos ha dejado huellas más profundas, tanto a nivel de edificios dañados como de psicosis colectiva frente a ellos.
Y tienes razón, ocurren desgracias cuando no se toman las mínimas medidas de seguridad.

saludos

Julio Suárez Anturi dijo...

Impactante narración. Acababa de leer a Jacinta y este texto me redobló la sensación.
¿Qué medidas pudieran ser adecuadas? ¿Reparar las casas, cambiar de sitio la ciudad, cuáles podrían ser?
Estos eventos de la naturaleza nos recuerdan nuestra pequeñez.

Julio Suárez Anturi dijo...

Impactante narración. Acababa de leer a Jacinta y este texto me redobló la sensación.
¿Qué medidas pudieran ser adecuadas? ¿Reparar las casas, cambiar de sitio la ciudad, cuáles podrían ser?
Estos eventos de la naturaleza nos recuerdan nuestra pequeñez.